Una calle de Oberá lleva su nombre, al igual que el Centro Provincial de Alto Rendimiento Deportivo (Cepard). Figura en Wikipedia y en los últimos 50 años recibió innumerables homenajes y distinciones. Pero Eric Barney no se la cree y se definió como “medio pelo”, síntesis de la humildad que lo caracteriza.
En 1968 escribió una de las grandes páginas del deporte misionero al convertirse en el primer representante de la Tierra Colorada que participó de los Juegos Olímpicos.
Pero el fenómeno Barney es amplio y heterogéneo, imposible de encasillar. Deportista de elite internacional, docente e investigador universitario, referente del desarrollo y difusión de energías renovables, defensor a ultranza del medioambiente, activista social y productor de yerba mate orgánica son algunos de los aspectos que lo definen.
“Mi hermano era una luz en todo lo que hacía. Era más inteligente y más capaz. Sabía gramática, sabía pintar. Y en los deportes no sé si alguna vez le gané”, subrayó.
En 1965, Eric y Ian Barney protagonizaron un hito del atletismo nacional al consagrarse campeones de salto con garrocha y lanzamiento de la jabalina, respectivamente, en el Sudamericano de Río de Janeiro, Brasil.
Tres años más tarde y a pocos días de recibirse de ingeniero, Eric compitió en México.“Los Juegos Olímpicos son el premio al sacrificio, porque la mayoría de la gente no conoce el esfuerzo que hay que hacer para llegar ahí”, destacó.
Historia viva
Eric Barney repasó su estadía en la Ciudad de México, adonde llegó un mes antes para aclimatarse a los más de 2200 metros de altura sobre el nivel del mar.
Eran tiempos de amateurismo en serio, al punto que tuvo que comprarse sus propias garrochas para competir en la máxima cita del deporte mundial.
La primera anécdota tuvo que ver con eso: “Las garrochas no entraban en la bodega el avión que era bastante chico y tuvimos que abrir una ventana. Hoy eso suena una locura, pero fue el propio piloto quien sugirió sacar la ventana del frente para poner las garrochas. Después la cerraron”, aclaró entre risas.
Pero llegar demandó un gran esfuerzo, y no solo suyo, como recordó con emoción.
“En los últimos años de universidad ya no teníamos guita porque acá la yerba no andaba. Entonces mi hermano empezó a trabajar en Eveready y me daba la mitad del sueldo. ‘Vos entrenate’, me decía. Faltaba poco para México y yo tenía que entrenar mucho; por eso él trabajaba y yo entrenaba”, destacó.
Un mes y medio antes de viajar se desgarró el aductor y tuvo que parar un par de semanas.
“No le dije a nadie, pero de a poco me fui sintiendo bien y viajé. Allá me juntaba con el alemán (Wolfgang) Nordwig, que ese año ganó la medalla de bronce y en el 72 fue campeón olímpico. Él era muy tímido, no le gustaba la gente y entonces nos íbamos a entrenar a la pista más alejada. Fue una linda experiencia que me sirvió para entrar en ritmo y aprender”, destacó.
Vivencias únicas
A pesar de las limitaciones de entonces, ponderó la posibilidad de haber llegado a México con un mes de anticipación para aclimatarse a la altura, aunque se presentó otro problema con la pista.
“Nunca nos imaginamos que íbamos a tener tanta dificultad para adaptarnos a la pista sintética de tartán. Yo venía de saltar en la ceniza de River, que era una superficie muy diferente. Entrenamos un par de días y tuvimos que parar casi una semana por los dolores musculares, hasta que nos acostumbramos”, rememoró.
En la villa olímpica tenían todas las comodidades, aunque llegado un momento la alimentación se hizo monótona.
“Lo único feo era que toda la comida tenía el mismo gusto. Por eso entrabas al comedor y lo único que querías era comer un buen guiso de arroz tropero”, mencionó con picardía.
Previo a la competencia también hubo tiempo para hacer amistades y compartir con personas de otros países. Los Juegos comenzaron el 12 de octubre de 1968.
Factor adrenalina
Volviendo a su performance en México, recordó que el día de la clasificación hacía 38 grados y “los medio pelo competimos durante cinco horas a ver si llegábamos a la final, pero los de la élite hicieron sus tres saltos y listo”.
“Llegué a cruzar los 4.90 metros, pero cuando caía toqué la barra con la mano. Pero al otro día estaba destruido, por eso si hubiera clasificado no sé si hubiese estado en condiciones de competir. Por eso digo que era medio pelo”, insistió con la humildad que lo define.
Además, ponderó el contexto que lo potenció: “Usé una garrocha para 90 kilos y yo pesaba 75, pero esa vez la adrenalina me permitió usarla. Después nunca más la pude usar. Las marcas no salen sólo por la condición física, sino también por las condiciones excepcionales que se dan en esos grandes eventos por la adrenalina. Cuando estás parado ahí, ante 70 mil personas, sentís ese fuego que te cruza el cuerpo”.
“Las competencias son importantes porque enseñan a controlar los nervios. Siempre pensé que quienes hacen deporte intensivo tienen una gran ventaja por la segregación hormonal al cerebro, lo que luego se empezó a estudiar”, agregó.
Sobre los reconocimientos posteriores, subrayó que “es un orgullo que la pista de Oberá tenga el nombre de Ian y la de Posadas el mío, dos tipos que pudimos llegar a marcas sudamericanas por la disciplina, porque mientras todos salían de joda nosotros entrenábamos y competíamos”.
“La perseverancia hace que un tipo que no es dotado pueda superar al que lo es, porque muchas veces el dotado se duerme en los laureles y el que persevera lo supera”, afirmó con la autoridad de sus propias acciones.
Recuerdos y anécdotas imborrables
Eric Barney estudió ingeniería en Buenos Aires y luego viajó a los Estados Unidos, donde representaba al Athens Club de la Universidad Berkeley, mientras trabajaba en San Francisco, siempre interesado en las causas sociales.
Transcurría el final de los 60, años de mucha ebullición y cambios culturales. En ese contexto, el escenario del Estadio Olímpico de México fue ideal para exhibir al mundo la protesta de los corredores afroamericanos contra el racismo en los Estados Unidos.
Fue así que al subir al podio tras la final de los 200 metros, el ganador Tommie Smith y el tercero John Carlos levantaron sus puños con guantes negros mientras sonaba el himno estadounidense. Una imagen icónica del Black Power (Poder Negro).
“Eso fue inolvidable. La posibilidad de mostrar al mundo lo que estaba pasando con el racismo”, analizó Eric.
También recordó que como hablando inglés lo contactó Adi Dassler, el fundador de la marca Adidas, para quien ofició de traductor promocionando sus calzados a otros atletas.
“Después me regaló un par de zapatillas que me duraron como diez años”, recordó con admiración al creador de la famosa marca.
Fuente: Daniel Villamea, El Territorio.
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